Hace más de 50 años (principios de los sesenta) al volante de nuestro 2CV. Citroën nos trasladábamos un par de veces al año por las carreteras desde Bruselas hasta Barcelona – en la lejana España- donde trabajaba mi madre. El recorrido requería tres días de ruta hasta que, victoriosos, lo lográbamos realizar en dos días llegando a la una de la madrugada. Ahora, se requieren aproximadamente doce horas porque hay unas discutibles regulaciones de lentitud obligatoria de 120 km/hora.
Con los trenes de alta velocidad, sin embargo puedes trabajar en la metrópoli y tener tu residencia en un lugar mucho más acogedor a 300 km, es decir, una hora de distancia. Ejemplo, Shanghái – Hangzhou. Antes, comunicarse por escrito requería mandar una carta por correo (el télex era prácticamente inexistente), recibir respuesta al cabo de cinco días y volver a contestar tras tomarse un tiempo de reflexión. Ahora por e-mail o WhatsApp tienes una respuesta de tu interlocutor casi al segundo, y si el tema lo requiere, se monta una tele-conferencia multi-continental en media hora. Todas estas nuevas capacidades de comunicación han reducido las distancias físicas de nuestro globo terráqueo a un elemento apenas engorroso. El problema reside en la capacidad limitada de la mente humana a adaptarse a esta nueva dimensión. El hombre sigue teniendo unos reflejos tribales y en lugar de percibir la grandeza de su individualidad tiene miedo a alzar la vista ante este nuevo horizonte tan vasto. Es por ello que busca la protección dentro de un grupo que le ofrezca cobijo y allí buscará las afinidades que le justifiquen su posicionamiento. La situación que afrontamos en Cataluña y a otra escala en Europa, es muy significativa. En lugar de ser conscientes de las nuevas oportunidades que se nos ofrecen de compartir un nuevo y exaltante porvenir, aparecen una serie de personajes políticos de bajo perfil que alientan nuestros instintos tribales y nos inculcan unos objetivos calificados de ‘nacionales’ que son absurdos y anacrónicos. El hombre, como tal, siente en su fuero interno el complejo y la frustración de no verse capaz de acometer tareas menos anodinas. Por ello, cuando alguien le ofrece en bandeja las justificaciones necesarias para culpar a ‘los otros’ de no alcanzar sus anhelos, se deja absorber por dicha corriente y se lanza falsamente ilusionado a la ‘batalla’. Es increíble que el impulso de la Ilustración se haya mustiado a ese nivel. Nuestro verdadero objetivo debe ser recuperar y actualizar esos ideales a nivel de Occidente para poder transmitirlos con generosidad al resto del mundo y ayudar a que ni las religiones ni las diferencias pigmentarias (y aún menos las lenguas) sean excusas exclusivistas. FREDERIC VAN DER HOEVEN es afiliado de C’s Sant Cugat

