4 de febrero: Día Mundial Contra el Cáncer (en recuerdo de un amigo)


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Pepe Garcia


Publicat: el 5/feb/13
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Nos contaron que Tete murió de algo que llevaba dentro desde hacía meses. Cáncer. Un cáncer que no dolía, que no avisaba y que cuando se lo detectaron ya se había comido la mitad de su vida; y que fue rápido, muy rápido. Entonces comprendimos por qué un día se lo llevaron a otro pabellón situado en una de las alas de la planta alta del hospital, donde estaban los chicos que apenas veíamos nunca y que se pasaban los días sin salir de allí, asomados a los cristales de las ventanas que daban al patio de columnas de aquel centro.

A Tete le fuimos notando desde hacía algún tiempo que no tenía ganas de jugar al fútbol, sin a penas ánimos de reírse, cuando alguno de nosotros le gastábamos alguna gamberrada a los curas que nos vigilaban y que allí eran los amos.

Entonces comenzó a querer estar sentado o tumbado la mayor parte del día en la cama. Cansado, muy cansado. Sólo se levantaba para ir al comedor y después vomitar lo poco que había tenido ganas de probar. Y eso que Tete nunca le tuvo asco a aquella repugnante bazofia que ingeríamos cada día.

En sólo tres semanas se fue apagando, como un cubito de hielo derritiéndose dentro de un vaso, de una cárcel de cristal que atrapó a Tete y de la que ya no pudo salir. Aquel desconocido cáncer que se fue llevando las ganas de vivir le destrozó lo poco que le quedaba sano en su cuerpo.

Se lo llevaron una mañana, 'para hacerle pruebas', nos decía él, mientras entre bromas los amigos le animábamos diciéndole que seguramente no se encontraba bien por culpa de aquella infecciosa comida que nos daban. Y un enfermero lo vino a buscar, lo cogió en brazos y se lo llevó cruzando los pasillos y corredores, alejándose hacia los interiores lejanos del hospital. Tete en brazos de aquel enfermero parecía un débil muñeco de trapo que necesita amor y cariño de su dueño porque siente que se está rompiendo. Nos decía adiós débilmente con su mano y con una mueca de sonrisa cansada, que no le guardáramos nada de la maravillosa comida del mediodía. Las piernas colgando flácidas y sus otras piernas, las de hierros y correas de cuero apoyadas en un rincón de la cama vacía esperando un regreso que nunca llegó.

Fue Celeste, la enfermera del turno de mañana, quien unos días después nos dijo que Tete estaba muy enfermo. Y tan solo una semana más tarde murió,

- Dormido como un bebé - decía Celeste, con cara triste y apenada-. Él no ha sufrido.

Y seguramente era cierto, lo habrían dormido mientras se iba muriendo lentamente, para que no sintiera el dolor de la muerte,

Tete estaba enamorado del mar desde la primera vez que a la edad de siete años lo llevaron a la playa de Sitges, en el coche de un tío suyo por la carretera con curvas de vértigos del Garraf.

En su mesita de noche tenía postales y recortes de periódico y revistas todo con imágenes de pueblos pesqueros o playas solitarias de diferentes países. Decía que cuando fuese mayor se enrolaría en un barco como marinero y recorrería el mundo en uno de esos mercantes llenos de mástiles que surcan los mares a toda vela y que llegaría a rincones donde ningún hombre todavía había puesto el pie. Y en esas aventuras que él nos contaba muchas veces también viajábamos los amigos que compartíamos los sueños de libertad, pero habían días en qué Tete también era realista, y nos hacía ver que ningún capitán de barco admitiría a un marinero enjaulado en piernas de hierro.

- ¡Venga, tío, pasa la pelota! ¡Pásala!

Todavía hoy oigo las voces que Tete nos daba y las ordenes cuando jugábamos al fútbol, nos dirigía como un entrenador de verdad, diciéndonos en todo momento lo que teníamos que hacer para que los sotanas negras contra quienes jugábamos no tocasen balón, como él llamaba a aquella pelota vieja y destripada. Y desde su portería de tres palos desvencijados nos hacía correr a todos los chavales en un matemático juego de pases y tiros de pelota, para salvarnos de apuros cuando aquello no daba resultado y el curita de turno de buche fofo y renqueante respiración, robaba la pelota en un regate y se dirigía a cámara lenta como una bala pesada de cañón viejo hacía la portería custodiada por Tete, que de ningún modo dejaría meterse un gol por uno de aquellos faldas negras. Y el balón una vez más al chutarlo el cura rebotaba en el cuerpo de Tete y éste se tiraba en plancha a por él, sin temor ninguno a chocar contra el suelo duro, mientras sus piernas de hierro y correas de cuero sufrían el impacto en la caída de un chico que sólo quería ser como los demás.

Después de su muerte dejamos de jugar al fútbol un tiempo. Deambulábamos por el campo de juego vacío, cercado por muros de hormigón y un cielo invisible como cristal, triste y azul donde nos encontrábamos atrapados.

Y la vida continuó día tras día, ahora sin Tete, sin sus aventuras ni sus tácticas de fútbol. Y su cama en el hospital fue ocupada inmediatamente por otro chico con aquello que más abundaba en aquel lugar: los accidentes de trafico o la poliomielitis.

Nos dijeron que lo enterraron en un nicho de bloques altos como enjambre de abejas en su pueblo, donde a lo lejos, muy a lo lejos, una línea marina de azul infinito y profundo oteaba el horizonte, el mismo mar lejano que tanta veces Tete quiso recorrer en sus sueños inalcanzables.

PEPE GARCÍA és membre de CCOO



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