El mejor amigo


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Pepe Garcia


Publicat: el 13/mar/13
Opinió
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A quienes aman y respetan a los animales, mil gracias.

De niño en casa siempre tuvimos animales de compañía: gatos y perros. No hubiese sido igual mi niñez sin esos seres que estaban allí cuando los necesitabas, siempre en los juegos después de volver del colegio, con sus ladridos de alegría.

Cuando el primero de ellos pasó de la edad adulta y cruzó el umbral de la vejez, me cogió de imprevisto. Hasta entonces no había visto morir a nadie de mi entorno más familiar. Cuando mi abuela falleció yo era demasiado pequeño para recordarlo y lo único que recuerdo de ella es que era una señora alta que cuando venía a visitarnos llegaba siempre en un gran coche negro de la época, conducido por su chofer.

La primera perrita que tuvimos se llamaba Clarita. Era el nombre de una gata que mi madre tuvo de niña, así que como la perrita no se iba a enterar de que llevaba el nombre de una gata difunta, la bautizamos esa misma tarde con una merienda a base de trozos de queso y algunas golosinas que saboreó encantada. Era una cachorrita mezcla de pastor alemán y vivía dentro de la gran casa llena de habitaciones por donde correteaba a su antojo, hasta que creció y mi madre le compro una caseta que ubicó en el jardín, que rodeaba toda la propiedad con cerezos, higueras y almendros; un jardín del cual se adueñó al poco de llegar llenándolo de hoyos y agujeros cuando escarbaba, pero a Clarita le gustaba más estar dentro de la vivienda con nosotros, así que la caseta paso a ser un objeto decorativo.

Tenia la habilidad de olerte a mucha distancia y antes de que girásemos la esquina de la avenida donde vivíamos, al final de pueblo, comenzaba a ladrar. Eran unos ladridos llenos de ilusión, de alegría y, en cuando me veía, daba unos giros y saltos sobre sí misma e inmediatamente ya no se separaba de mí el resto de la tarde. Fuese donde fuese, cojía su pelota de juegos y me la lanzaba a los pies. Eso significaba que no me dejaría en paz hasta que hubiese jugado con ella un buen rato. Yo crecía, pero ella más deprisa aún. Y un día se puso enferma y dejé de oír los ladridos a la vuelta del colegio, se había quedado dormida en la cocina de casa, para no despertarse jamás.

Clarita se fue y con ella se llevo parte de mi inocencia infantil, mis ganas de volver del colegio y verla, compartir mis tardes y que ella durmiera subida en mi cama sin que mi madre nos viera. Se compenetraba tanto conmigo que no hacía falta decirle lo que tenia que hacer: sólo un gesto bastaba para entendernos, era como si adivinase mis intenciones o estuviese en contacto conmigo telepáticamente.

Mi madre decía que hay algunos animales muy inteligentes, unos más que otros y, si eso es así, Clarita era la más inteligente. Quizás en cierto modo Clarita fue mi primer amigo real. Era a ella a quien le contaba las cosas que a mi madre no le decía: por ejemplo, cuando algún niño me intimidaba amenazándome, o cuando me gustó la primera chica del colegio... Y ella, Clarita, me miraba, movía su cabecita y la colocaba en mi regazo a modo de afecto. Con Clarita aprendí el valor de la amistad, de que alguien esté por ti sin necesidad de pedir nada a cambio.

Después llegó Negrito, un perrito pastor ovejero, el cual yo creía que iba a comportarse de la misma forma que Clarita, pero no. Y ese fue el momento que comprendí que al igual que los seres humanos todos los seres vivos son diferentes en su comportamiento unos de otros.

Negrito tenia carácter, un fuerte carácter que imponía cuando quería algo y no se lo dábamos, pero poco a poco, él se fue adaptando a nosotros y a la casa que había convertido en un recinto inexpugnable: nadie entraba por el jardín, atravesando la cancela de hierro como de costumbre desde que estaba Negrito, que ya de cachorro imponía su ley de vigilante guardián. A medida que fue creciendo y yo entrando en otra etapa, abandonando la adolescencia, nuestra amistad se había convertido en un lazo tan fuerte como un eslabón de acero.

En los meses de verano nos trasladábamos a la casa de la playa, y entonces Negrito era el primero en subirse y acomodarse en la parte trasera del coche, donde se pasaba todo el viaje observando por la ventanilla. Mi segundo amigo de cuatro patas que tuve en la vida me enseñó que más allá de la amistad existe ese lazo de unión que aunque se acabe con la vida sigue vivo en nosotros para siempre.

Con Clarita lloré y sufrí como nunca hubiese pensado que se podía sentir el dolor por su perdida. Con Negrito había aprendido que no estamos aquí para siempre y que algún día se iría él y todos nosotros, pero mientras tanto teníamos que disfrutar y vivir cada momento de la vida sin tener que esperar nada del futuro. Ellos dos con sus muertes me prepararon para enfrentarme a las de algunos familiares que llegarían años mas tarde: la perdida de otro abuelo o de un primo que murió joven por culpa de una enfermedad terminal. A ellos, a Clarita y a Negrito, los llevo en mi corazón por todo lo que fueron, por lo que me enseñaron, por haber compartido conmigo la mayor parte de mi vida de niño, adolescente y adulto, por haber sido mis amigos leales sin pedirme nada cambio, solo jugar a la salida del colegio y del instituto por las tardes y compartir mis penas, secretos y alegrías con ellos.

Años más tarde llegaría Lucky, un perrito lleno de amor, pero esa es otra larga y bella historia.


Para J.M. con mi gratitud.

PEPE GARCIA és membre de CCOO



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